No hace tantos años que para la inmensa
mayoría de los españoles, viajar resulta una actividad a la que uno se podía
ver empujado por motivos de necesidad económica o incluso por mera
supervivencia. Los viajes de ocio, todo lo que pudiera superar visitar la feria
del pueblo de al lado estaba reservado para una minoría. Pero en los años
setenta del siglo pasado, esa España de las mayorías, comenzó a descubrir el
placer de viajar, de descubrir otros lugares. En un principio con timidez,
hasta llegar al paroxismo actual de muchos españoles.
De estos primeros viajes, para los habitantes
del cuadrante noroccidental de España, la excursión a Andorra se convirtió en
todo un clásico, junto al Monasterio de Piedra, la escapada playera a Salou o
el Santuario de Lourdes para los más religiosos.
Yo no fui una excepción y participé con ilusión
en esa moda viajera. Visité Andorra, y me sorprendió su dinamismo comercial y
aproveché la oportunidad de conseguir un ahorro al comprar algún producto más
económico.
Han pasado varias décadas y hoy esos destinos,
frente a los exóticos viajes que realizan los españoles, parece algo ya
trasnochado. Pero viajando contracorriente y por supuesto, con un presupuesto
mucho más comedido, estos días he vuelto a visitar Andorra después de tantos
años. Obviamente el Principado ha cambiado, pero sobre todo he cambiado yo como
viajero. La principal sensación con la que he regresado, es que Andorra no es
país para viejos. Esa impresión no sólo la percibes al no ver ancianos. Un
territorio lleno de gente por todos los lados y es realmente raro encontrar un
viejo. No hay viejos. Y además de no haber ancianos, se nota que no es un
lugar pensado para ellos. El pulso de la ciudad es acelerado, bueno… realmente
frenético.
El espacio es escaso y disputado y sólo hay hueco para el negocio, la rentabilidad,
crecimiento, plusvalía. Obviamente, imagino que el propio gobierno del estado
propicia ese estilo, convirtiéndolo en la propia esencia de su existencia y así
diferenciarse de las anquilosadas democracias colindantes, tan garantistas, que
las transforma en muchos casos en pesadas máquinas de derechos, de obligaciones,
de burocracia, frente a la agilidad y flexibilidad de estos pequeños estados.
Pero por supuesto que no son todo ventajas, o al menos no para todos. Estos
pequeños estados, pueden ser muy interesantes, pero también pueden convertirse como esos piratas
sin escrúpulos, y que en aras de esa libertad van dejando caer a muchos damnificados.
Una lucha por el espacio. No hay hueco para viviendas, para aparcar los
coches y tampoco para los viejos, más lentos, con menos maniobrabilidad, les
puede resultar muy difícil encontrar un espacio en Andorra.